Gestión cultural como género híbrido
Alfredo Miralles es gestor cultural, con un background formativo en danza y administración de empresas. Desde el Aula de las Artes de Carlos III acerca las artes escénicas a estudiantes de departamentos no artísticos, generando interacción y colaboración entre ellos. Por Carlos Almela. Ilustración de Ana Flecha.
Como varios de los perfiles a los que estamos entrevistando, eres una rara avis que está a medio camino entre la gestión cultural, la danza, las nuevas tecnologías y la educación. ¿Cómo te defines, cómo calificas tu práctica?
Me defino desde hace unos años como gestor cultural. En algún momento me di cuenta de que había dejado de decir “trabajo como gestor cultural” y de que había empezado a decir “soy gestor cultural”. Lo considero algo identitario. Y es que me dedico a la gestión cultural con tanta alegría que ha dejado de ser algo que hago, y ha pasado a ser algo que soy. Es cierto que también bailo, pero me cuesta más decir soy bailarín.Y también he estudiado economía pero jamás digo que soy economista. Por último, si bien trabajo en proyectos pedagógicos, tampoco digo que soy profesor ni educador. Casi digo menos eso que lo de economista, ¡fíjate!
Y es que la gestión cultural precisamente me permite poner en contacto esos dos mundos, el del arte y el de la gestión de proyectos, que al fin y al cabo configuran mi background: la danza como disciplina artística, y la gestión de proyectos por la economía. La gestión cultural me parece ya de por sí un género bastante híbrido.
¿Puedes contarnos un poco más sobre tu formación? ¿Recibiste una formación interdisciplinar o tuviste que construirla tú? ¿Echaste en falta una formación más plural, más conectada con otros campos de conocimiento?
En un inicio, básicamente estudié Administración y Dirección de Empresas en la universidad. Era absolutamente un marciano entre mis compañeros, por todo y en particular por mis intereses. Por ese momento yo ya estudiaba danza, una disciplina que comencé ya bien mayorcito, con 17 años. Mi formación en esos años transcurría de manera totalmente paralela, ya que la danza y la economía no convergían en ningún momento. En danza era raro porque, entre medias de los ensayos, hacía ecuaciones para las prácticas de economía y en la universidad era raro porque me veían remendar las zapatillas de media punta en el autobús. Eran como dos líneas absolutamente paralelas, incomunicadas, sin trasvase posible entre una y otra. Cuando acabé danza y ADE fue cuando empecé a meterme en el mundo de la gestión cultural y de los proyectos interdisciplinares. No he estudiado ningún programa formativo concreto, como por ejemplo un máster en gestión cultural, o en arte. Simplemente he estado un poco atento a lo que ha ido ocurriendo en la ciudad, prestando especial atención a espacios con una clara vocación interdisciplinar. Ahí he ido conociendo casos de éxito, como artistas que han generado proyectos con profesionales de ámbitos muy distintos. He ido picoteando en espacios como Matadero, Medialab, Etopía en Zaragoza… así como en mi propio trabajo en el Aula de las artes de la Universidad Carlos III. En el Aula he podido ir programando propuestas que considero interesantes para los estudiantes, y que han sido también un aprendizaje para mí.
Sobre si sentía o no la falta de una formación más plural, en un inicio no tenía muchas expectativas sobre mi carrera. Yo lo que quería era estar en la universidad, puesto que era el primer universitario de mi familia. Hay un economista, Michael Spence, que ha teorizado la idea de “señalización”. Para él, en el mercado de trabajo pesa más el demostrar que has podido llevar a término la carrera, que no los contenidos de las formaciones. Y en mi caso había algo de eso. La universidad hizo poco por ayudarme a conectar campos: he de decir que en ADE no se contemplaba en absoluto la gestión cultural, y tampoco había nada sobre la economía de la cultura. Soy muy crítico con la carrera de ADE como tal, que no me parece en sí una carrera, sino más bien una profesión. La formación en ADE no te conduce a nada si no tienes un sitio al que ir. Lo que me proporcionó esa carrera, son herramientas de gestión para aplicarlas a otros campos. Por otro lado en danza, yo estudié en academias privadas, y haciendo los exámenes públicos hasta quinto de grado medio, cuando decidí seguir formándome fuera del sistema reglado. Como bailarín, en danza no se consideraba que uno necesitase abordar la historia, economía o sociología de la danza, se te percibía como un mero ejecutor que no necesitaba entender siquiera la coreografía.
Tu formación y especialización en las prácticas interdisciplinares ha sido por tanto bastante autodidacta, algo que no te he impedido desarrollar una faceta de bailarín en la que el cuerpo en movimiento y las nuevas tecnologías se articulan con fuerza. ¿Por qué combinas estos dos universos? ¿Intervienen otras problemáticas, otros campos de saber?
Como bailarín, el lenguaje que utilizo es la improvisación, la composición en tiempo real. Éste obliga al intérprete a estar en un terreno de indefinición absoluta. Como no sabes lo que va a ocurrir, no puedes ceñirte al papel exclusivo de ser un cuerpo en movimiento, sino que tienes que dar aquello que te pide la escena a tiempo real: generar la dramaturgia, accionar un paisaje acústico, hablar,… Hay un vacío que forma parte del lenguaje en que me muevo, la composición a tiempo real.
La relación con las nuevas tecnologías parte de la casualidad de haberme podido encontrar con ingenieros especializados en robótica. Quizás si hubiera conocido a gente con inquietudes sonoras, habría tirado para otro lado. Pero esta casualidad no le quita peso al hecho de que la tecnología que utilizo, principalmente los sensores, está estrechamente vinculada con la improvisación: los sensores siguen al intérprete a tiempo real, generando un diálogo interesante. Si fuese un bailarín de coreografía meticuloso, algo que desde luego no está entre mis posibilidades, podría bastarme con seguir a pies juntillas un vídeo previamente creado. Hay personas que con esta poética y herramientas crean piezas potentes, pero mi lenguaje es otro.
Además de las tecnologías, casi todos mis procesos creativos, surgen a raíz del contacto con algún material ajeno, ya sea un libro de filosofía, la memoria de alguna comunidad, una estancia en un pueblo en el campo. Hay bailarines que parten de algo muy corporal, pero yo tiendo a trabajar más de piel hacia afuera, en contacto con la mirada y con el entorno.
El título de una de tus piezas más programadas, El cuerpo aumentado, se posiciona claramente en diálogo con los planteamientos que desdibujan las fronteras del cuerpo. ¿Cómo funciona la pieza, tanto a nivel artístico, como a nivel técnico?
A nivel técnico, esta pieza sintetiza lo que es un sistema de control. Un sistema de control es la base de todos los sistemas robóticos, aunque no tenga forma de robot. A veces se confunde la robótica con los humanoides, pero la mayoría de sistemas robóticos o “automáticos” operan a un nivel menos corpóreo. El sistema de control tiene siempre tres elementos: un sensor, un procesador y un actuador. Ocurre como con el cuerpo. Si cogemos como ejemplo el cuerpo, por ejemplo el ojo: si algo se acerca rápido al ojo, el sensor lo percibe, el procesador percibe un peligro potencial, y el actuador, que es el párpado, se cierra. En un sistema automático como El cuerpo aumentado, el sensor es una cámara kinect de infrarrojos, el procesador es un ordenador previamente programado con lenguaje processing, y el actuador es un proyector que emite unos universos estéticos en torno al cuerpo del bailarín. El bailarín se mueve, el sector entiende dónde está y cómo se mueve; el procesador genera una respuesta estética y el actuador la ejecuta, proyectándola. Pero es que esa proyección influye a su vez en el cuerpo que se está moviendo. Requiere una respuesta por parte del bailarín, respuesta que de nuevo percibe el sensor… A este tipo de sistema, que se retroalimenta, sin necesidad de una presencia que accione la máquina, se lo denomina sistema de control automático. Es como una especie de diálogo.
Hablando de diálogos…la pieza surgió justamente de una conversación sostenida en el tiempo, en este caso entre dos humanos: Javier Picazas, estudiante de ingeniería electrónica y tú. ¿Puedes contarnos un poco más sobre el proceso de creación?
Lo que quería Javier en su trabajo final de máster era aprender el lenguaje processing y aplicarlo a una pieza escénica. Su tutor nos puso en contacto y empezamos a generar un proceso creativo en el que la pretensión era que él no fuera un mero asistente técnico que solventara problemas que yo ni siquiera tenía antes de conocerlo, sino que fuera el co-creador de la pieza, algo que me parece fundamental. Muchas veces los técnicos o ingenieros pueden convertirse en resolutores de problemas técnicos, pero yo como artista tenía muy claro que la experiencia conjunta debía ser un aprendizaje integral. Los escenarios, los vídeos de fondo, por ejemplo, son plenamente una creación de Javier.
Empezamos a hablar sobre el poder personal y de esas conversaciones se iban derivando los aspectos que han resultado en la pieza escénica. La kinect, por ejemplo, tiene varias posibilidades: comprender el esqueleto de la persona, su silueta o el centro de masas. Cuando Javier me habló del centro de masas, le pregunté que qué era eso, que dónde se localizaba. Y señaló lo que para mí era el tercer chakra, el punto en que la cultura india sitúa el poder personal. Me pareció una coincidencia maravillosa. Ahí decidimos que ya que hablábamos del poder, situaríamos la lectura del infrarrojo en el centro de masas, y no en otros aspectos técnicos. Así fuimos generando El cuerpo aumentado.
Una de las principales dificultades de lo interdisciplinar es el lenguaje y los conceptos que manejamos. En esta conversación que fue generando vuestra pieza, ¿qué bloqueos identificas en ese plano?
El vocabulario es una cosa muy curiosa porque al trabajar con alguien que viene de otros saberes, es una de las cosas que tienes que pactar. Por ejemplo, cuando yo le decía “esto no funciona”, nosotros como artistas queremos decir que no encaja en el discurso, que no tiene ritmo, que no sirve a nivel estético. Y él me contestaba, “no, no, perdona, estoy viendo aquí la cámara y funciona perfectamente”. O por ejemplo tú le dices: “aquí vendría bien una transición orgánica”, y él al día siguiente ha incorporado al mismo escenario unos latidos de corazón, una respiración… porque para él orgánico quiere decir corporal, y para mí significa fluido, progresivo.
Hay palabras que tienes que revisitar. La propia palabra performance significa para nosotros una cosa y para ellos significa rendimiento: la performance de una máquina es una medida de la eficiencia. Para un artista puede ser ¡todo lo contrario a la productividad! El proceso creativo se genera en este diálogo en el que ni siquiera usamos las mismas palabras, y es muy bonito aprender a comunicarse casi de cero.
Para este alumno fue la posibilidad de su trabajo de fin de grado. Le pusieron un 10 y aparte, en vez de quedarse guardado en un cajón, ha podido estrenar su creación en Madrid, en el Óxido fest. Hemos estado juntos en Valencia, Santander, en Portugal, y este verano en la India… así como en instituciones como el MNCARS o Conde Duque. Para él ha sido una experiencia muy gratificante.
¿Crees que habéis logrado desdibujar las figuras iniciales de cada cual -artista/ingeniero, tutor/estudiante? ¿Se siente Javier creador de esta pieza?
Sí, se siente creador, aunque le cuesta más verbalizarlo. Tras la presentación de la pieza, solemos pedir que haya un tiempo de intercambio con el público, algo que nos parece muy interesante, e incluso les dejamos tiempo para probar la pieza y su funcionamiento.
Me suelen decir que qué bien lo hago porque sigo perfecto los tiempos. Pero es que el dispositivo funciona a tiempo real. A él como es un poco más tímido, le cuesta a veces hablar del proceso, pero ha sido tan partícipe como yo. La idea es que él siga creando, independientemente de mi presencia. Han sacado una kinect 2 y él quiere aprenderla. Así que le estoy buscando un bailarín. De hecho hace poco una persona nos dijo que él era más creador que yo de la pieza, porque con otro bailarín la pieza funciona, pero sin él, no.
Bueno en realidad ahora como sistema automático, la pieza es autónoma de vosotros dos, ¿no? ¡Es un Frankenstein!
Ahora que mencionas a Frankenstein, la pieza de hecho se mostró en un encuentro de la Complutense, en la Trasera, que se llamaba “Actualizando la idea de lo monstruoso. Un homenaje al Frankenstein de Mary Shelley” (2016). Aunque en realidad, él sí que tiene que estar, para calibrar con su precisión técnica el sensor.
Desde esta experiencia colaborativa, que es una de muchas, me gustaría justamente que entráramos de lleno en tu labor en el Aula de las Artes de la Carlos III, en el equipo de Sonsoles Herreros. ¿Qué papel juega el Aula de las Artes y cuáles son sus principales líneas de trabajo?
La Carlos III, desde que nace, hace una apuesta por generar en sus estudiantes una formación más holística y genera para ello la obligatoriedad de cursar 6 créditos de humanidades. Desde su creación en 1989, los ingenieros tenían por ejemplo que cursar créditos de teatro aplicado, mosaico romano como fuente documental, elocuencia. En 2008 se crea además el Aula de las artes como una plataforma a la que se le encomienda que no se limite a asistir a un departamento concreto, sino que se le pide que preste un servicio transversal a todas las formaciones, para acercar las artes, especialmente las artes escénicas, al alumnado. Inicialmente lo que hicimos fue generar talleres de formación, de danza de teatro con reconocimiento de créditos para los estudiantes, a la par que montábamos agrupaciones artísticas, de carácter amateur, en las que los alumnos podían, y pueden, vivir desde dentro la creación artística. Lo cierto es que las agrupaciones de la universidad tienen hoy por hoy un buen reconocimiento, premios, y proyección nacional e internacional.
En un primer momento eso configuraba gran parte de nuestra labor, junto a un dispositivo, el pasaporte cultural, que pone en relación a los estudiantes con las principales instituciones culturales de la ciudad. Con la excusa de que a través del pasaporte pueden conseguir créditos de libre configuración, el pasaporte les anima a ir a descubrir el Reina Sofía, el CA2M, la Casa del lector, la sala Cuarta pared,…
Por lo que comentas, el enfoque inicial del Aula de las artes fue esencialmente un acercamiento a prácticas y espacios un inicio artístico-humanísticos. ¿Cuándo surgió un posicionamiento interdisciplinar más marcado?
La interdisciplinariedad como tal, en el Aula de las artes, se da desde la base, por la simple mezcla de alumnos. En el grupo de teatro o en la orquesta hay abogados, ingenieros, pero nadie que esté estudiando música o teatro. El aula de las artes de por sí introduce una disciplina que es ajena a su campo de saber. Pero nos dimos cuenta que les pedíamos un acercamiento muy unidireccional ¡Venid al teatro!, les decíamos, pero ¿por qué iban a ir? Así que cambiamos nuestra manera de trabajar y empezamos a desarrollar proyectos que hicieran guiños a sus disciplinas, para que si ellos recorrían medio camino, y nosotros también, tuviéramos más posibilidades de encontrarnos. Javier Gorostiza, un profesor de robótica, que además es músico, nos contactó en 2011 y así fue cómo lanzamos un primer curso de danza y robótica. A través de ese curso nos conocieron los alumnos, algunos quisieron hacer sus trabajos de final de grado con nosotros y poco a poco empezó a definirse nuestra línea interdisciplinar, ya de manera imparable.
Este año habéis lanzado un nuevo proyecto, Conjuntos, que cuenta con el apoyo de la Fundación Daniel y Nina Carasso, y que busca potenciar espacios de trabajo y propuestas transdisciplinares. ¿Cómo se estructura Conjuntos? ¿Qué busca conseguir?
Cuando conocimos la convocatoria “Componer saberes” de la Fundación Daniel y Nina Carasso, nos dimos cuenta de que no nos habíamos parado a reflexionar sobre las distintas experiencias piloto que teníamos y decidimos sentarnos a poner por escrito nuestra metodología y formular una propuesta. De ahí surge el proyecto Conjuntos, que básicamente sistematiza y da algunos pasos hacia adelante en la propuesta interdisciplinar del Aula de las artes, con el objetivo de incorporar estas prácticas en el ADN de nuestra institución, más allá de que nuestro equipo siga o no.
El proyecto incorpora vertientes más prácticas y otras más teóricas. Los formatos hay que inventarlos cada vez, pero en el fondo siempre se busca una jerarquía horizontal, una co-creación. Hay laboratorios más finalistas, que los llamamos “Dispares”, y que se posibilitan que los alumnos hagan sus trabajos de final de grado o máster en pareja con unx artista. “Omnívoros” busca es generar un colectivo autogestionado compuesto por alumnos de distintas disciplinas, que pueda trabajar de manera más procesual y libre. La tercera pata del proyecto se llama “Variaciones", y es un conjunto de encuentros, charlas, conferencias con artistas y otros especialistas sobre un mismo tema. A modo de variaciones musicales, un artista y después un politólogo pueden abordar por ejemplo lo que es la democracia. A través de la implicación de un metodólogo, que seguirá el conjunto de procesos, buscamos investigar y luego poder compartir con otras personas o universidades cómo propiciar espacios de diálogo interdisciplinar, sobre todo en instituciones que por definición están compartimentadas en departamentos.
Has mencionado previamente esa mitad del camino que recorréis desde el equipo del Aula para acercaros a vuestros estudiantes y sus especialidades. ¿Cómo reciben los estudiantes las propuestas de colaborar entre ellos? ¿Les apetece implicarse? ¿Qué feedback os dan una vez que ya se han embarcado en estas “excursiones”?
Notamos mucho deseo en ellos de involucrarse en estos proyectos. Muy frecuentemente vienen motivados por alguna razón espúrea, como que el curso les venía bien entre dos horarios, o que necesitaban algún crédito de libre configuración. Suele haber alguna razón ajena a la interdisciplinariedad. Pero cuando llegan, se encuentran con ello y ven las posibilidades, la devolución es muy positiva, y son nuestros mejores embajadores. ¡Y así se apuntan nuevos alumnos! Por eso es tan importante para nosotros estar dentro de la estructura, que la universidad reconozca nuestros cursos y otorgue créditos. Si la universidad considera estos proyectos interdisciplinares como una formación real, esto hace que vengan alumnos que no se habrían acercado espontáneamente. Y ahí encontramos las futuras audiencias.
Saliendo de la Carlos III, o más bien, yendo más allá: ¿cómo te imaginas la universidad del futuro? ¿Es la interdisciplinariedad uno de los retos principales? ¿Qué otros retos identificas?
La universidad del futuro va a tener que superar algunas limitaciones que tiene el sistema actual. De departamentos estancos, de evaluaciones individuales. En el fondo la interdisciplinariedad no sólo requiere conectarse, sino también desprenderse de una cuota de poder. Requiere de un espacio horizontal que barra las jerarquías heredadas y los egos.
En esta cuarta revolución industrial que estamos viviendo, en el fondo hay tres elementos en los que el ser humano no va a ser reemplazado nunca por una máquina: la creatividad, el pensamiento crítico y la inteligencia emocional, que son básicas, y no configuran un departamento de ninguna universidad. Sin embargo la empatía o la co-creación entran en juego en cualquier proyecto de carácter interdisciplinar, y esto es algo que a la universidad le cuesta mucho evaluar y valorar. La universidad del futuro va a tener que reforzar ese tipo de aptitudes, que van a ser las que hagan de ti una persona valiosa y no reemplazable capaz de aportar desde la especificada de lo humano. Eso, si sigue el ritmo actual de robotización, porque en el fondo la universidad del futuro es la que empecemos a construir en el ahora.
Para terminar, te toca pasar por la pregunta ritual de esta investigación periodística: ¿qué tres objetos meterías en un gabinete de curiosidades que abogue por la interdisciplinariedad?
En un gabinete de curiosidades metería los objetos que permiten formar un sistema de control automático: una bombilla, un sensor de infrarrojos de esos que hay en el techo de los baños y un cable que los une. El sensor de infrarrojos me gusta porque es algo invisible, y que se activa por el movimiento y la presencia (ya que yo trabajo desde el cuerpo). Proporciona información al circuito. El procesador, representado por el cable, me interesa porque conecta cosas. Es el encargado de entender la información y de hacer reflexiones más abstractas (hay movimiento, por tanto hay un ser en la sala, y necesitará ver). Es una especie de inteligencia. Como actuador propongo una bombilla. Me gusta porque hace ver que es nuestra presencia y nuestro movimiento las que traen la luz al mundo. El actuador es la devolución del circuito, la respuesta que ofrece un sistema automático/robótico a la interacción con los humanos. Además, una bombilla es simbólicamente la imagen de una idea, y “eureka!” es una expresión que comparten los artistas y los científicos.