Indisciplinar la antropología
Mafe Moscoso combina arte, escritura y antropología a través de diferentes prácticas que intentan descentrar el lugar de quien mira. Por Carlos Almela. Ilustración de Ana Flecha.
En el Estado mental, revista de pensamiento contemporáneo con la que has colaborado, te defines como “investigadora independiente, migrante y transdisciplinar, que explora el mundo entre el arte, la escritura y la etnografía”. Me gustaría empezar por aquí, por la manera en que defines tu práctica, así como repasar tu formación o los espacios de aprendizaje que han sido significativos en tu vida.
Mis búsquedas las desarrollo poniendo en juego los tres campos que mencionas: el arte, la escritura y la etnografía. Imagina que tomas una taza, metes un poquito de cada, y bates bien, el líquido que resulta, que no es limpio, es en cierto modo el trabajo que intento llevar a cabo. Es una búsqueda que yo considero poco purista aunque fluida, mestiza, experimental. Mi trabajo lo voy construyendo en el hacer, paso a paso, en el camino.
Vengo de una formación muy disciplinar, ya que estudié en una institución educativa alemana y después en una universidad jesuita. Sin embargo, desde muy corta edad y sin entenderlo muy bien, sentí mucho rechazo hacia ese sistema disciplinar que, sin embargo, me socializó. Pero he crecido en Ecuador, donde he bebido del mundo mágico y espiritual de mi mamá, de mis tías, de mis abuelas, del medio en general. Desde niña he tenido un pie en el arte y la literatura: apenas aprendí a escribir me puse a inventar cuentos que acompañaba de dibujos, recortes, collages, creando pequeños mundos. En mis primeros años como estudiante de antropología, intenté introducir estas prácticas imaginarias en mi trabajo y no fue posible. También creo que he tenido tenido una influencia especialmente fuerte en mi padre, que es un político y un pensador que trabaja en el campo de los derechos humanos. En un momento dado se implicó en un movimiento de recuperación de una fábrica, luchando junto a los obreros para que llegaran a ser dueños de ésta. Publicó un libro sobre la experiencia. Esta reivindicación no tuvo el resultado esperado, pero no por ello dejó ni deja de intentar transformar las cosas.
Después me vinculé a las corrientes en el campo de los estudios de la cultura, donde me empapé del pensamiento decolonial latinoamericano y de las posibilidades de salirse de los marcos disciplinares estrictos de las humanidades. Llegó el doctorado en Alemania en antropología, y lo que parecía iba a ser una trayectoria académica disciplinar. Sin embargo, con el pasar del tiempo, empezó cada vez más evidente que las humanidades me resultaban excesivamente limitantes para entender cierto tipo de procesos que ocurren en el mundo, y para contarlos. La antropología, como toda disciplina, tiene herramientas interesantes, pero también límites metodológicos, epistemológicos y políticos. Conforme me iba dando cuenta de estos límites, que antes eran una intuición, me iba alejando de la antropología canónica y me fui interesando por otros campos y formatos de transmisión de conocimientos. Por ejemplo, un paper es un formato interesante y necesario para transmitir información, pero bien limitado. En este momento estoy enfrascada en un proyecto que busca transformar un ensayo académico que escribí sobre ciencia, magia y decolonialidad en un texto poético. El trabajo que intento hacer no consiste en salir, en expulsar, sino en encontrar lenguajes que entremezclan de arte, escritura y etnografía.
Durante mi adolescencia, mi experiencia trabajando en barrios y comunidades periféricas de la ciudad transformó mi sensibilidad política. El levantamiento indígena impactó claramente la manera en que entiendo el mundo. El trabajo y la convivencia con comunidades andinas me marcó fuertemente. Era, por supuesto, una chica de clase media, de la capital, formada en un instituto privado, cruzada por sistema de privilegios que opera, que produce contradicciones y que intento poner en cuestión. Sin embargo, estos cambiaron cuando me convertí en migrante y experimenté el desarraigo. Desde que llegué a Europa, lo que pensaba se puso en crisis y atravesé múltiples decentramientos: político, de género, de orientación sexual, de desclasamiento, étnica. Es un descentramiento que va acompañado de muchas preguntas, de incertidumbres que también son potencialidades, creo y que sin duda también afectaron mi percepción de lo disciplinar. Aquí en Madrid he militado muchos años en la Eskalera Karakola, espacio feminista que marcó mi experiencia en Europa, en particular durante mi doctorado, pero también en lo que vino después.
Y por supuesto, formar parte del colectivo Euraca, que ha sido un espacio de aprendizaje, también ha determinado mi modo de entender el lenguaje y de nombrar el mundo, afectando por tanto mi idea de la antropología.
Tu trabajo refleja, justamente, una manera particular de concebir y de practicar la antropología. Me gustaría preguntarte sobre la construcción histórica de ésta, para, en un segundo momento, resaltar mejor tus estrategias y proyectos, que revisan y expanden la disciplina. Dicho de otra manera, ¿cómo se construyó la antropología, qué puso dentro y qué dejó fuera? ¿Qué antropología intentas tú hacer?
La antropología es una ciencia colonialista que nació de la necesidad de los primeros viajeros y exploradores europeos de comprender y dominar a los denominados “salvajes”. La herramienta principal de la antropología es la observación de los “otros” a los que era preciso comprender para subyugar con mayor facilidad. El “pecado original” de la antropología es éste, el de ser una ciencia colonial, principalmente europea y norteamericana, masculina, burguesa, blanca, heterosexual… características que hemos de tener bien presentes incluso cuando nos fijamos en sus posteriores evoluciones. La disciplina conoció a lo largo del siglo XIX múltiples desarrollos, con escuelas como la de Franz Boas, Margaret Mead, o la propia antropología latinoamericana. Hoy es un campo heterogéneo, atravesado por distintas corrientes y debates, que de hecho se nombra de diferentes maneras (antropología, etnología), con sub-campos de conocimiento especializados.
Desde mi perspectiva, la antropología, y en general, la ciencia, necesita revisar sus instituciones (principalmente la universidad, ni se diga la universidad española) bajo un prisma decolonial que expanda y transforme la idea de saber, de quién lo produce, en dónde y para quién. Mi práctica está encaminada hacia allí, hacia indisciplinar la antropología, tarea que pasa por descentrar el lugar de quien mira, por cuestionar la autoría, por cuestionar los formatos de registro o transmisión de resultados, por ejemplo. De lo que se trata es de descentrar el pensamiento, es decir, ser capaces de generar preguntas que hoy no se están dando dentro de la antropología. Desde mi perspectiva, la realidad está siendo bastante más compleja, rápida y mutante que las humanidades. Para que la antropología siga siendo un espacio de pensamiento útil y de transformación del mundo, necesitamos sacarla de sus goznes habituales y llevarla al campo de la ficción y la especulación. Creo que con la expulsión del cuerpo, la poesía y la retórica, gesto propio de las ciencias coloniales, hemos perdido unas herramientas valiosas para comprender el mundo.
Otro punto clave de la manera en que intento descentrar la antropología, es re-articulando el método. El método científico es algo que se definió en el siglo XIX en el Círculo de Viena como aquello que permitía dotar de legitimidad, valor y prestigio a los conocimientos. Con esa definición se acotaba un territorio de validez y se dejaban justamente fuera los saberes empíricos, encuerpados, sensoriales. Esta legitimación por el método viene construyendo discursos y verdades que nos dicen quiénes somos, quiénes son los otros y cómo debemos vincularnos con el mundo. La descolonización, en este caso de la antropología, para mí no pasa por eliminar el método, porque es altamente útil, pero por revisarlo. El Círculo de Viena, en el momento en que se conceptualizaba el método científico, propuso la distinción entre contexto de observación y contexto de descubrimiento. Uno se asocia con la dimensión mágica, sorpresiva, subjetiva, corporal del conocimiento, y el otro con lo objetivo, lo válido, lo que se puede ver y tocar. Se decidió, de modo arbitrario, que el método debía basarse en esta única dimensión. Descentrar la antropología también consistiría, en consecuencia, en poner en cuestionamiento la separación de estos dos contextos. Es una labor de reforma epistemológica profunda.
De entre las estrategias que activas para elaborar una antropología diferente, hay una que de momento sólo hemos rozado y que tiene un nombre bastante llamativo. ¿Qué es y en que consiste una “etnografía a lo bruto”? ¿Puedes contarnos acerca del seminario que tuvo lugar en Intermediae en 2014 y 2015/16?
El punto de partida de este seminario es que durante la fase de trabajo de campo, se producen datos en bruto, esto es, archivos: grabaciones, notas de campos, dibujos, audios, videos, que, siguiendo la metodología académica, luego se procesan con el fin de obtener cierto tipo de conocimientos prestigiosos que posteriormente se presentan en espacios especializados o revistas. El seminario buscaba concentrarse en estos procesos de registro y en el material todavía desordenado y salvaje del etnógrafo, pero también en el proceso del artista, a quien esta manera de trabajar no le es ajena. Si piensas por ejemplo en el cine documental, suele haber horas y horas de material que luego se selecciona, se edita y monta. A nivel metodológico, allí ocurre algo similar que puede permitirnos entender cómo son los procesos de trabajo creativo y en consecuencia, de qué manera podemos poner en juego tanto el material etnográfico y el artístico (si es que es posible separarlos).
A día de hoy, muchos trabajos científicos y artísticos tienden a centrarse en el resultado, y no el proceso. Este hecho no es algo negativo en sí, pero creo que se corre el riesgo de dejar fuera ciertas dimensiones valiosas de la investigación: las sombras, la posibilidad del error y del deshecho en la generación de mundo, e incluso la poesía, todo eso tiende a ser borrado. Y sin embargo en ellos hay una vida que espera a tener lugar y una ocasión para generar conocimientos pedagógicos. Por eso, creo que abrir archivos, es decir, los diarios de campo, las notas, los archivos digitales es permitir un poco que hablen por sí mismos. En “Etnografía a lo bruto”, invité a investigadores y artistas a abrir sus archivos, para bucear en ellos de modo colectivo sin separar los momentos de la investigación. Lo colectivo aquí tiene un valor porque se parte de la idea de que los procesos de construcción de conocimientos o de mundos, aunque se presenten como originales e individuales, no lo son. Todo el tiempo nos estamos prestando, apropiando, mezclando ideas y materiales. La idea de autoría es perfectamente útil al sistema neoliberal universitario en el que nos encontramos, pero reposa en la falacia de que una idea pueda ser propiedad de alguien. En este sentido, el gesto de abrir un cuaderno de campo y compartirlo tiene una dimensión epistemológica y política interesante. Tendríamos que conseguir traer esto al campo de la universidad, para que no quede en espacios experimentales como Intermediae. Pero me temo que a mí la antropología me expulsó de la disciplina.
Esta apertura del archivo, pero también, esta atención a los procesos son elementos que forman parte del espacio Una ciudad muchos mundos (UCMM) de Intermediae. En él participaste en la primera edición con el proyecto Toma(r) Madrid, junto a Susana Moliner, planteando la posibilidad de una etnografía hecha por adolescentes. En esta segunda edición tendrás un papel de mediación y acompañamiento de un grupo de investigación. ¿Qué balance haces de estas experiencias pasadas y por venir?
UCMM es un espacio experimental, que no por ello deja de enfrentarse a los límites propios de cualquier institución. En esta segunda edición, se busca componer un espacio en el que pensar lentamente los procesos y detener la hiper-producción de proyectos. El proceso que se abre parte del diagnóstico de que Madrid se enfrenta, precisamente, a una hiperproducción de proyectos, de objetos, de ideas, de actividades, que tiene lugar en una situación de mucha precariedad, con tiempos y espacios limitados que nos abocan al agotamiento. Parecería que todo el rato estuviésemos inventando el agua tibia, cuando a menudo ya hay experiencias previas con las que es importante pensar y dialogar. Esta desmemoria no es propia del mundo del arte, sino que ocurre en otros campos. Rafaela Pimentel, de Territorio doméstico, señalaba hace unos días en Galicia cómo las diferencias generacionales, de clase, o de trayectorias y momentos migratorios resultan en que alguien como yo, que llevo menos tiempo en España, pueda no estar al tanto de las historias de vida y las batallas libradas por gente de mayor edad, como ella y como otras trabajadoras domésticas, incluso en el mismo marco de reivindicación, como puede ser el decolonial. En el arte, la cultura o el activismo, esta obligación de innovar, en un clima de precariedad, nos aboca a no poder pensar y aprender de lo que ocurre como se debiera. UCMM es un proyecto que busca detenerse en los aprendizajes, en las metodologías, en la producción de aprendizajes, poniendo en marcha todo tipo de formatos, experiencias que recogen investigaciones performativas, situadas y colectivas recientes o no tan recientes. La idea no es producir algo nuevo, sino generar un campus abierto en el que pensar en los procesos y las dimensiones que afectan a nuestro hacer, poniendo por ejemplo el foco en las tensiones éticas (autoría, jerarquías, retribuciones económicas y simbólicas) que se producen en el trabajo colaborativo.
Sobre nuestra experiencia (junto a Susana Moliner) hace dos años en UCMM con Toma(r) Madrid. Arte-grafías decoloniales, he de decir que fue una investigación que tenía varios puntos de partida. Por una parte, la idea era activar etnografías producidas por menores de edad, muchos de ellos migrantes, interrogando el lugar de quien investiga y de quien es investigado. La intención era no reproducir una cosificación, sino un acompañamiento en la elaboración de sus propias etnografías, proceso que, como todos, tuvo sus contradicciones. Otro punto de partida fue no separar el hacer del pensar, práctica que como ya he señalado, es artificial y colonial. Seguimos haciendo como si en el hacer, en el cuerpo, con su respiración, sus fluidos, su transpiración, no pudiéramos elaborar pensamiento o teorizar la ciudad. En este sentido, los talleres, en los que intervinieron artistas, poetas, videastas, performers, fueron generando tanto la investigación como los formatos en que se iba encarnando. Se produjeron vídeos, sonidos, mapas, fanzines poéticos preciosos y una performance. Por último quisiera señalar que este trabajo lo asentamos en la idea de minga, que es una herramienta de organización y de trabajo colectivo propia de las comunidades indígenas, a través de las cuales se articula todo un sistema de donaciones y contradonaciones. Queríamos que las metodologías, los flujos de conocimiento fueran compartidos. El gesto político de la ocupación, por parte de cuerpos jóvenes, migrantes e inapropiados, del espacio público fue muy potente, ¡aunque no llegásemos a tomar todo Madrid!
El proyecto de Toma(r) Madrid me parece ejemplificar tu trabajo como antropóloga, que en gran medida se ha venido concentrando en la infancia, la adolescencia y la educación. Me gustaría justamente preguntarte por la pertinencia del paralelismo entre el disciplinamiento del conocimiento, o de las disciplinas, y el disciplinamiento de la infancia. Es un tema que aparece como un motivo al margen en tu libro Biografía para uso de los pájaros. Memoria, infancia y migración.
Hay efectivamente un paralelismo entre el disciplinamiento de la infancia y el del conocimiento. Van de la mano. Esta semejanza tiene que ver con los objetos que voy a traer al gabinete. Cuando somos niños y niñas, tenemos una relación muy indisciplinada con el conocimiento, y a la vez muy disciplinada, en el sentido de que se produce una inmensa atención: los olores, los sabores, las texturas, los colores se observan con detenimiento, y ocupan un papel preponderante en la generación de investigaciones. Si hay alguien que produce un conocimiento asombroso sobre el mundo, esos son los niños. Su observación estupefacta y meticulosa de lo cotidiano les permite encontrar cosas nuevas constantemente. En mi caso particular, recuerdo haber pasado tardes enteras mirando con minucia el ir y venir de las hormigas. El trabajo de investigación en la infancia es algo muy sensorial, pero no por ello está exento de valor. Por eso he hecho talleres en los que busco reconstruir una biografía y una cronología de las experiencias de investigación, que aunque lo olvidemos, empezaron en la infancia.
Lo que ocurre es que cuando entramos en las instituciones de enseñanza entramos en contacto con un disciplinamiento del conocimiento muy concreto, distinto al de la observación lenta del trajín de las hormigas. El disciplinamiento educativo tiende a violentar los cuerpos, y con ello, a mermar nuestra capacidad de relacionarnos sensorialmente con el mundo y de hacer otras preguntas. Volvemos a toparnos con la expulsión colonial del cuerpo propia del método científico canónico y de las instituciones de enseñanza, en las que progresivamente se va inculcando el habitus propio del académico.
Indisciplinar la antropología tiene que ver, en este sentido, con sacarla fuera de su ensimismamiento. De tomar la etnografía, de devolverle el cuerpo y de ponerla al servicio público. Creo que aquí la etnografía sensorial, que está poco desarrollada, tiene la capacidad de generar investigaciones insospechadas, y da pie a la formación de un campo interdisciplinar que te permite producir conocimientos y conexiones improbables. De este modo, tomar la etnografía y llevarla al campo artístico ha permitido la emergencia de un campo como la etnopoesía, del que he estado leyendo este fin de semana, y que es fascinante.
En este momento, además de con Intermediae y UCMM en Madrid, arrancas una nueva etapa en Barcelona con BAU, en el grado y en particular, en el master en investigación y experimentación en diseño. ¿Qué enseñas allí? ¿Es un espacio donde puedes poner en práctica una antropología más experimental, más indisciplinada?
Llevo pocos meses en BAU, aunque ya había dado allí clases y tengo cierta familiaridad y respeto por el trabajo de las personas que allí enseñan. Están ocurriendo cosas maravillosas. Ahora estoy enseñando Economía y cultura en el grado, en el que pronto impartiré también la asignatura de Iconografías, lo cual es un reto apasionante para mí. En el master imparto el módulo de Metodologías experimentales, donde pongo el foco en la etnografía experimental, precisamente.
De BAU, una de las cosas que más me interesan era justamente su dimensión experimental. Creo que es un espacio que está empezando a pensarse a sí mismo como un campo de investigación en el que el diseño se pone en relación con otros saberes. Como el diseño no es una disciplina en sí, sino que es un campo de conocimiento en construcción y más abierto, ofrece posibilidades que en ocasiones parecen agotadas en otras disciplinas de más edad (¡centenarias algunas!). Hace unos días, una estudiante me trajo un trabajo de investigación etnográfica sobre gentrificación cuya formalización era… ¡un vestido! Esta anécdota muestra la potencia de lo interdisciplinar, incluso en gente que se está formando. Desde mi perspectiva, plantear metodologías experimentales no es fácil y no se puede improvisar; creo que es imprescindible conocer en profundidad y saber poner en práctica las metodologías clásicas, para después transformarlas. Esto BAU lo ha entendido muy bien, y por eso traen a gente que viene de dentro y fuera del diseño. En definitiva, para mí en hay una apertura a hacer y proponer de modo interdisciplinar y experimental y creo que, en ese sentido, la universidad va a generar conocimientos de mucho peso en el estado español.
Para terminar, me gustaría plantearte la pregunta ritual de este proyecto Interdisciplinarixs. Bruno Latour, en su manifiesto composicionista, menciona la figura del gabinete de curiosidades (arquitectura ciertamente colonial), que le interesa por la mezcla de objetos y provinencias, y por ser anterior a un reparto entre ciencias humanas y naturales. ¿Qué tres objetos, cosas, libros, películas, plantas,… meterías en un gabinete imaginario que abogase por la interdisciplinariedad?
Me he puesto un poco hippie con esta pregunta, pero aquí va mi aportación al gabinete.
Para empezar, metería un árbol de aguacate, concretamente, el de la casa de mi abuela en Cumbayá. Es un árbol que me gustaría ver dibujado con tierra y cielo; es frondoso y está repleto de frutos, que me han alimentado durante mi infancia y juventud. Un árbol de aguacate es una criatura conectada a la tierra en el sur del mundo. Siempre tengo la sensación de que las ramas miran hacia el cielo y hacia el universo. Por otro lado, un árbol es un espacio abierto, donde en la infancia puedes jugar, generando conocimientos sensoriales. El árbol tiene una fuerza, que tiene a su vez que ver con la historia, las raíces, y con su capacidad para ser una memoria viva: parece transmitir como la información del mundo. La historia de la ciencia, como la del sur colonial, es una historia muy violenta y nuestra producción de conocimientos no puede olvidarse de esto. Necesitamos conocimientos experimentales y novedosos, pero no podemos olvidar los contextos y las historia en que se inscriben. También traería un altar de santitos y amuletos, con sus velas y su aguardiente, como el que tengo, y con el que cuido a mis muertos y protectores. El altar lo introduzco porque la ciencia tiene una dimensión mágica y misteriosa que es necesario recuperar. Creo que no hay conocimiento sin espíritu, o más bien, que una ciencia sin espíritu produce un conocimiento que es racista, homófobo, adultocéntrico, etc. Creo que nuestros conocimientos tienen que recuperar el espíritu.
Como tercer objeto, quería un objeto que sirviera no para fijar la atención (como una lupa o un telescopio), sino para descentrarla. Y he elegido al San Pedro, cactus que si los tomas adecuadamente, en un ritual, te permiten alterar la mirada y conectar con otras dimensiones de la realidad que es difícil experimentar en el día a día, quizás hacer viajes que son exteriores e interiores y conectar con una sensación de amor y de animalidad, al mismos tiempo. Saberse poco humanos nos vuelve menos prepotentes, creo.